By Carlos Castán
Poco después de ponerse el tren en marcha la vi con la cabeza apoyada contra el paisaje veloz. El impulso primario fue extender el periódico y esconderme ahí, tras el papel con las noticias que ya no iba a leer, noticias ya lejanas, como de otro mundo, desprovistas de repente de su posible relevancia. Marta.
Y con ella, con esos gestos que creía olvidados, esa tristeza tan antigua, esa manera de mover las manos, me vino a la mente toda una época que bien podría haber sido dorada. Pero cada vez que recuerdo aquel tiempo de la vida por delante y largas horas de instituto, ese tiempo de Marta y los cafés a la salida de clase, libros por leer y sábados en los que desembarcar con el cuchillo entre los dientes; cada vez que vuelvo a todo eso termino descubriendo, bajo una superficie dulce de juventud y bullicio, el dolor de heridas que quedaron por cerrar, a la intemperie, convertidas hoy, tras el paso de los años, en sombras donde la memoria no quiere detenerse y recoge sólo de ellas, en su sobrevuelo, la inquietud que despiden, el confuso eco de su queja. A veces son recuerdos como ruidos en la escalera.
Oculto tras el periódico, escuchándola hablar de vez en cuando con la señora o los niños que viajaban con ella, reviví rostros de amigos cuyos nombres creía olvidados, habitantes de ese tiempo en que despertábamos a un mundo asombroso que, excitante y cruel, tiraba ya de nosotros; y recordé las aulas destartaladas, el olor del proyector sobrecalentado con el que nos pasaban diapositivas de arte los lunes a última hora de la tarde, mientras en la calle, en invierno, se iban encendiendo ya las primeras farolas y rótulos y los autobuses rugían bajo las ventanas, cargados de historias, camino del centro; esos autobuses que casi nunca tomábamos pero que estaban ahí, como salvación, como promesa, y que a cambio de unas pocas monedas traspasarían iluminados, con nosotros a bordo, los límites de lo conocido, el estrecho escenario de nuestra vida de entonces.
La primera vez que vi a Marta fue una vez muy larga, como cinco o seis horas sin dejar de mirarla. Fue el primer día de curso en el instituto al que yo había llegado nuevo, con esa turbación y desaliento de los recién aterrizados en un medio tan ruidoso como desconocido. Ella ya conocía a casi a todo el mundo, así que iba saludando gente a diestro y siniestro, y se reía; mientras yo, desde el otro extremo del aula, miraba su pelo rubio derramarse, esos ojos de ángel, la boca en continuo movimiento, ya fuera por las palabras o por el chicle de fresa que mascaba sin cesar. Luego se sentó en una mesa junto a uno de los radiadores y sacó su plumier como de niña y una carpeta forrada con fotos de James Dean. Desde ahí, iba recorriendo con la vista toda la clase, a izquierda y derecha, una y otra vez, como buscando algo, como si antes de que sonara el timbre del mediodía tuviese que haber elegido un destino, su próxima aventura, un alma sobre la que doler. El reto para mí era, por encima del rubor y la sangre revuelta, sostenerle la mirada, que fuera ella quien bajase primero los ojos o girase la cabeza hacia otro lado.
Al terminar las clases yo solía enfilar por la calle Puerto Rico hacia Concha Espina camino de la parada del 43. Un día ella me alcanzó; venía, como siempre, acompañada de su hermana de un curso menos que el nuestro, una chica a la que se adivinaba guapa por debajo de la timidez y de unas grandes gafas redondas, y que casi siempre asistía callada y sonriente, aprendiz indecisa, a los nerviosos despliegues de Marta, Marta aquí y allá, con éste y con aquél, ahora una carcajada, de flor en flor, una broma, un beso en el aire, ahora la melena vuela de golpe hacia atrás. Me alcanzó y me dijo siempre tan solo, siempre como triste, y estuvimos hablando, ya se sabe, de todo y de nada, hasta que ellas se desviaron hacia su casa. Muchos días hice el mismo recorrido mirando hacia atrás disimuladamente, esperando a ser alcanzado por ellas, todo lo despacio que se puede andar, demorándome en cada escaparate, pero no recuerdo que volviera a suceder, o iban en grupo con mucha más gente, o se detenían en cualquier corro o a última hora cambiaban de acera.
Todavía puedo sentir, si quiero, esa soledad en concreto, esa soledad de caminar lentamente pensando en que, a lo mejor, de un momento a otro, oiría su voz a mi espalda y ese silencio sólo de ella, ese silencio entre tantos gritos y risas y motores. Y los sentí ese día en el tren, agazapado en mi asiento, siempre tan solo, siempre como triste; los sentí de tal modo que tuve que levantarme y caminar hacia ella, hacia la mujer de sus mismos ojos y su misma piel, que en ese momento sacaba de una bolsa un par de yogures con sabor a fruta para sus hijos y que en seguida recordó mi nombre y se puso de pie, alborozada y confusa, y me presentó a su suegra casi a la vez que le decía que se iba un momento conmigo al bar, con este amigo recién hallado de los tiempos de María Castaña.
Nos sentamos en una de las mesas del vagón cafetería y comenzamos a hablar de aquellos años, de cómo creíamos entonces que serían nuestras vidas y cómo habían sido en realidad, y nos preguntamos por la suerte de un montón de compañeros, amigos inseparables entonces, a los que no habíamos vuelto a ver. Ella me suministró información más o menos reciente de la vida actual de alguna de sus amigas del instituto, nombres que me sonaban familiarmente lejanos pero para los que mi memoria, en la mayoría de los casos, no conservaba un rostro aproximado que calzarles; y yo le conté que había visto a Urzaiz, el anarquista rebelde que soñaba con incendiar la secretaría, y que estaba prácticamente calvo, encorbatado y vencido, trabajando nueve horas como jefe de sección en una asesoría financiera. Hablamos de mil cosas, de aquellos años y de ahora, de cómo se pudre todo, de los niños, de los conciertos que vimos en los colegios mayores y de la vieja canción de dónde habrían ido a parar todos aquellos sueños compartidos tan de veras, tan de corazón, como el poco dinero con que entonces podíamos contar o la botella que hacíamos circular de mano en mano, sentados en la hierba.
Pero mientras ella evocaba en voz alta vaguedades de un tiempo que se esfumó entre aplausos, yo, en cambio, recordaba cosas que a ella parecían resultarle extrañas, aunque asintiera sonriendo. Como, por ejemplo, la vez en que nos hicimos novios, es decir, compañeros, justo un año después de habernos visto por primera vez, compañeros con guerreras verdes, las dos iguales, como la del Che, compradas en el rastro un domingo de lluvia, en la calle codo a codo y con la revolución por delante, y su melena al viento y los entrañables libros de Benedetti con las esquinas rotas; mucho más que dos, eso desde luego, siempre rodeados de gente, sin tiempo para el amor, tanto por hacer, reunirse, maquetar la revista, volverse a reunir. Y ella rehuyendo estar solos de veras, porque no se decide, porque le da miedo y no le parece buena la idea de una acampada en la sierra ni de una pensión cutre en el centro, de esas en las que las putas se pasan la noche subiendo y bajando escaleras, la única que podemos pagar, estrenarnos escuchando las toses de viejos sifilíticos. Y además tanto por hacer, el grupo de teatro, el miedo, este sábado imposible, el miedo, la regla, mi sueño tan burgués de caminar de su mano junto al mar, bajo un cielo estrellado.
Recordaba historias de todos nuestros profesores de entonces y de los viejos bedeles, esos seres con cara de antepasados que se nos aparecían por los pasillos arrastrando los pies. Pero había olvidado, al parecer, la tarde en que arrancamos de todas y cada una de las aulas del segundo piso los crucifijos y los cuadros con el testamento enmarcado de Franco, ella y yo solitos, y llenamos con ellos los cubos de basura. Yo di un paso al frente cuando preguntaron por los culpables y me costó tres días de expulsión, pero ella calló porque su padre la mata si se entera y no pudimos ser, como yo quería, la pareja de rojos castigados que caminara enlazada por los jardines que rodeaban el instituto, mientras los demás llenaban cuadernos con problemas de matemáticas, besándose al tiempo que agitaban todas las conciencias.
Hablaba de nuestras expediciones en grupo al antiguo cinestudio Griffith, esas tardes de Bogart y Novecento, de Johnny y de Jonás, de cañas a la salida camino del barrio, cuando me perdí en estériles especulaciones acerca de lo caprichosa que puede llegar a ser la memoria en cada uno de nosotros, hasta el punto de que cuando nos hace retornar, al girar la vista atrás hacia un mismo tiempo y escenario vividos, nos conduce en realidad a mundos radicalmente distintos, acontecimientos que se contradicen, ciudades que se niegan, que flotan en brumas de tonos diversos, nieblas rosas, nieblas grises que te dejan de golpe el corazón sin hogar, nieblas negras como boca de lobo. Así, mientras para unos el reino del pasado que regresa es pura nostalgia perfumada, caminitos de flores entre las frondas de un bosque umbrío, para otros destapar la caja de los recuerdos es como cuando se abren las tumbas en algunas películas de terror y salen fantasmas en pie de guerra, muertos a caballo que van dejando, tras de sí, la noche llena de aullidos y jirones de sábanas negras.
Pedimos más coñac y seguimos repasando las cosas de aquel tiempo. Parecía no saber de qué le hablaba cuando le nombré la amargura suave que entonces me envolvía, siempre tan solo, siempre como triste, vosotros mismos lo decíais, rodeado de gente pero en otro planeta, un planeta frío donde tantas veces no llegaba el eco de vuestra risa ni sonaba esa música que os hacía saltar. Habló de una euforia por cambiarlo todo, cosa que no se ve en la juventud de ahora, ni por asomo, de un deseo de libertad en la sangre que nos hizo a su imagen y todavía nos mueve, nos duele dentro a veces como un caballo en llamas, y es un dolor del pasado, y ese dolor del pasado, amigo mío, no perdona ni una, nos obliga a la dignidad con su látigo que viene de tan lejos. Pero nada dijo, ni yo quise recordárselo, de lo que fue mi infierno entonces y aun hoy, en algunas pesadillas, regresa como un abismo tanteado con un bastón de ciego, no precipicio con garras sino dolor sin más, a secas, dolor del que se queda cuando enciendes la luz, cuando te vistes y vives, porque lo llevas dentro y tiene que ver con la forma de tu mirada y la humedad de tus huesos y el peso de los días que te toca despachar: no dijo nada de cuando Pradillo -el guaperas de la clase que representaba, con su cazadora de ante y con su pelo peinado hacia atrás, con su llavero de oro del Real Madrid y su chulería absurda como de portero de discoteca, todo cuanto nosotros odiábamos- se quedó encerrado en los lavabos y empezó a gritar preso de un ataque de claustrofobia; y no hubo manera, y tuvo que venir el cerrajero y medio instituto estaba allí, viendo trabajar a aquel hombre y oyendo los gritos y cuando por fin se abrió la puerta Marta estaba allí, con él, sentada en la tapa del retrete con las manos cubriéndose la cara. No quiso hablar con nadie, conmigo menos todavía. Dejó el teatro, y la alegría, y la revista y a mí y todo y no volvió a ser más Marta saltarina, Marta aquí y allá, se quedó sólo con ese silencio con el que había salido de los servicios abriéndose un pasillo entre las risas ahogadas y los murmullos. Se la vio desde entonces acompañada por Pradillo, que parecía más su guardaespaldas que cualquier otra cosa más digna de envidia, y sin abandonar ya ese silencio que se le quedó desde ese día como enquistado y que, por lo que a mí respecta, había durado hasta esa tarde del tren.
Cuando volvimos a nuestros asientos, toda la familia que viajaba con ella dormía profundamente; quedaba casi una hora de viaje y era imposible ponerse a leer, con tanto coñac en el cuerpo. Fue un momento de esos en que casi puedes oír la banda sonora de una película en la que de repente te has metido sin darte cuenta. Allí estábamos los dos, con nuestros ojitos achispados, sin poder leer ni hacer nada que no fuera mirarnos, ella sonriendo de vez en cuando, estirándose la falda, volviéndome a mirar. Me levanté y le propuse tomar la última o un café cargado que nos despejase un poco, lo que decidiésemos camino del bar. Y esta vez me la llevé de la mano. Pero camino del bar no pensamos en eso, porque entre el dulce mareo y el movimiento del tren, en uno de esos espacios entre dos vagones, donde van las puertas y el extintor y los cuadros de control del aire acondicionado, tropezamos y, para no caer, nos agarramos el uno en el otro, quedando en una posición como de comenzar el baile, igual que si fuera un anuncio de perfume; y tras esa mirada interrogante que cierto punto de ebriedad suele hacer mucho más breve, noté su lengua en mi boca como un pez cálido y lento que me iba diciendo que tomase lo que era mío, que recogiese lo que había dejado olvidado, perdido durante tanto tiempo por el mundo pero que ahora de nuevo estaba aquí. En su sitio. Cuando nadie miraba nos encerramos en uno de los servicios y allí pude despeinarla del todo, amarla contra el lavabo de zinc por cuyo desagüe se colaba un viento con olor a hierro. Y sentir, después de tantos años, la forma de amar que me correspondía y no gocé, esa mezcla de ternura y arrebato, rosas y sangre, y en esa especie de dulzura intempestiva me perdí, como un niño en la noche, y ni por un solo segundo quise rehuir ni una gota del dolor que ese placer me traía, desde tan lejos (dolor por no poder retener el momento, por haber transcurrido miles de días como una monótona apisonadora, dolor de Pradillo, de cada autobús que nuestro miedo dejaba marchar, dolor de llegar tarde a donde ya no me esperan), y me hacía sentir a un tiempo la herida y la venganza.
Al despedirnos, en el andén, la vida real nos recibió heladora, rodeados de niños y maletas, invierno otra vez; quise mirarle a los ojos y pronunciar gravemente, sintiendo cada letra, un “adiós, Marta” que quedara rotundo en su memoria como uno de esos instantes que no pueden faltar en ningún álbum de su vida, ese cuyas páginas pasarían a toda velocidad por su mente si su coche diera un día cuatro vueltas de campana. No pareció en absoluto contrariada cuando me contestó riendo que no, que no era Marta, sino Begoñita, su hermana, la de las gafas, la que tenía tendencia al acné, la que se quedaba en casa tantas veces, viendo la televisión con sus padres cuando yo iba a recoger a Marta, la que no logró en ese tiempo causar a nadie el más mínimo temblor, la que miraba, callada y en segunda fila, vivir a los demás. Y entonces supe que en aquel sucio lavabo de ferrocarril desbocado hacia el invierno, había habido a la vez más de una venganza, más de un dolor arrancando botones, sudando, gimiendo, dejándolo todo perdido de carmín.
Translated by Michael McDevitt
I spotted her shortly after the train had set off, her head resting against the speeding landscape. My initial instinct was to unfurl my newspaper and take cover there, behind the pages of news that would now go unread, now distant news, as if from another world, stripped all of a sudden of any possible meaning. Marta.
And with her, with those gestures I had thought forgotten, that sorrow so ancient, that way she had of moving her hands, my thoughts turned to an age that might well have been a golden one. Yet whenever I think back on that time of life that lay ahead and the long days at school, that time of Marta and coffee after class, books to be read and Saturdays on which to leap ashore, a knife clamped between the teeth; whenever I return to all that, I end up unearthing, beneath a sweet surface of youth and hustle and bustle, the pain of wounds that were left unhealed, exposed to the elements, now transformed, with the passing of the years, into shadows in which the memory has no wish to linger, gathering nothing but the unease they give off as it skims overhead, the muffled echo of their moans. Memories that are sometimes like noises in the stairway.
Hidden behind the newspaper, listening as she exchanged occasional words with the woman and children travelling with her, I summoned up the faces of friends whose names I’d thought forgotten, denizens of that time in which we awoke to a world of wonder, exciting and cruel, that was already beckoning to us; and I remembered the dilapidated classrooms, the smell of the overheated projector used to show slides in art class last period on Monday, while out in the street, in winter, the first street lamps and neon signs were already lighting up and the buses roared beneath the windows, laden with stories, heading downtown; those buses we almost never caught but which were there all the same, like a salvation, like a promise, and which would, in exchange for a handful of coins, lit up and carrying us on board, breach the limits of the known world, the cramped stage of our lives back then.
The first time I saw Marta lasted a good long while, some five or six hours without taking my eyes off her. It was the first day of the year at the high school I had just started, with the trepidation and dismay of those who have just touched down in a place as rowdy as it is unknown. She was already familiar with almost everyone, and so dispensed greetings left, right and center as she laughingly made her way; I, meanwhile, from the other side of the classroom, observed her flowing blonde hair, those eyes of an angel, her mouth in perpetual motion, whether owing to the words she spoke or the strawberry gum she was forever chewing. She then pulled up a chair at a desk next to the radiator, before taking out a girlish pencil case and a folder plastered with pictures of James Dean. From there, her gaze swept across the room from left to right, over and again, as if in search of something, as if she had to choose her fate before the midday bell rang, her next adventure, a soul to whom to bring grief. Above and beyond my blushes and my churning blood, the challenge for me lay in holding her gaze so that she would be the first to lower her eyes or turn her head the other way.
When the day was out, I’d usually head down Calle Puerto Rico towards Concha Espina on my way to the No. 43 bus stop. One day she caught up with me; she was, as always, accompanied by her younger sister, who was one year below us, a girl whose beauty could be glimpsed beneath her shyness and behind her large round glasses, and who almost always bore silent, smiling witness, a wary understudy, to Marta’s nervous outpourings; Marta here, there and everywhere, with this guy or that one, a belly laugh here, flitting from one conquest to the next, a wisecrack there, blowing a kiss, her long hair now tossed back. She caught up with me and said always so alone, always kind of sad, and we chatted (you know how it goes) about this, that and the other, until they turned off in the direction of home. Many a day I took the same route, casting covert glances behind me, hoping they might catch me up, as slow as it’s possible to walk, lingering at each shop window, but I don’t recall a repeat episode. They went around in a gang, or paused to join some huddle or other, or crossed the road.
I can, if the mood takes me, still feel that particular solitude, that solitude of slowly walking and thinking that, who knows, any moment now, I might hear her voice at my back, and that silence that was hers and hers alone, that silence amid all the laughter and shouting and engines. And I felt it that day on the train, hunched up in my seat, always so alone, always kind of sad; so much so that I had to get up and make my way over to her, to the woman with those same eyes and that same skin, who was at that moment taking out two fruit-flavored yoghurts from a bag to give her children and who remembered my name straight away and got to her feet, overjoyed and flustered, and introduced me to her mother-in-law almost at the same time as she was telling the woman that she was heading to the bar with me for a moment, with this friend she’d just run into from her high school days.
We sat down at one of the tables in the dining car and began chatting about those years, about how we’d pictured our lives unfolding back in the day and about how things had actually turned out, and we asked each other what had become of a ton of classmates, inseparable friends back then, whom we had never seen since. She brought me more or less up to speed on the current lives of some of her high school girlfriends, names that rang a faint bell but for which my memory had not for the most part retained a rough likeness to fit them; and I told her that I had seen Urzaiz, the rebellious anarchist who dreamt of setting fire to the secretary’s office, and that he was almost bald, now besuited and defeated, working nine hours a day as the department head at some financial services firm. We spoke of a thousand things, of those years and of now, of how everything rots away, of the kids, of the gigs we attended at college and of that golden oldie about whatever became of all those oh-so-true, oh-so-heartfelt, shared dreams, like the little money we could call our own back then or the bottle we passed round, seated on the grass.
And yet while she was voicing hazy recollections of a time that faded to nothing amid applause, I was recalling things that seemed to puzzle her, though she played along with a smile. Such as, say, the time we became boyfriend and girlfriend, comrades in other words, just one year after we had first laid eyes on each other, comrades in matching green berets, like Che’s, picked up in a street market one rainy Sunday, shoulder-to-shoulder in the street and the revolution that lay ahead, and her long hair in the wind and the delightful Benedetti novels with their battered corners; much more than the pair of us, that goes without saying, always surrounded by others, no time for love, so much to be done, meeting up, laying out the magazine, meeting up again. And her shrinking from true intimacy, for she cannot make up her mind, for she feels afraid and is not keen on the idea of camping out in the mountains or of some seedy downtown hostel, of the sort where whores traipse up and down the stairs all night long, the only sort we can afford, entering adulthood to the sound of spluttering syphilitic old men. And besides, so much to be done, the theater troupe, the fear, not this Saturday, the fear, her period, my oh-so-bourgeois dream of walking hand in hand along the seashore, beneath a star-studded sky.
She could remember stories about all of our teachers back then and about the old janitors, those creatures with faces of ancestors we’d run into in the corridors, dragging their feet behind them. But she had, so it would seem, no recollection of the afternoon we tore down the crucifixes and the framed testament of Franco from the walls of each and every classroom on the second floor, she and I alone, before stuffing them into the trash cans. While I stepped forward when we were asked who was to blame, she said nothing, for she was afraid her father would kill her if he found out and we could not, as I had hoped, be a pair of banished commies strolling arm in arm through the gardens that circled the school, while the others filled schoolbooks with math problems, and kissing as we unsettled everyone else’s consciences.
As she was talking about our trips en masse to the old Griffith movie theater, those afternoons of Bogart and Novecento, of Johnny and Jonas, post—movie beers on the way home, I drifted off into pointless musings on how fickle memory can be in each and every one of us, to the point that when it takes us back, as we cast our minds back to the same shared time and setting, it actually leads us to drastically different worlds, events that contradict each other, cities that cancel each other out, hovering in hazes of different shades, pink mists, grey mists that all of a sudden cast out the heart from its home, black mists like a wolf’s mouth. So it is that while for some the kingdom of the past that returns is all sweet-smelling nostalgia, flower-strewn paths amid the foliage of shady forests, for others lifting the lid on the box of memories is much like when a grave is prized opened in a horror movie, letting loose ghosts on the warpath, dead men on horseback who leave in their wake the night filled with howls and black sheets torn to shreds.
We ordered more brandy and continued reminiscing about those times. She seemed to have no idea what I was talking about when I spoke of the gentle sorrow that cloaked me back then, always so alone, always kind of sad, you said so yourselves, surrounded by people but on another planet, a cold planet the echo of your laughter so often failed to reach, untouched by the music that would bring you to your feet. She spoke of a euphoria at changing everything, not something you see in today’s youth, not by a long shot, of a yearning for freedom in the blood that made us in its image and stirs us to this day, it hurts us inside sometimes like a horse in flames, and it is a pain from the past, and that pain from the past, my friend, shows no mercy, it forces us to be worthy, cracking its whip from afar. But she said nothing, nor did I have any wish to remind her, of what was my hell back then, which to this day, in some nightmares, reemerges like an abyss prodded by a blind man’s cane, not a precipice brandishing claws but pain full stop, nothing more and nothing less, pain of the sort that remains when you turn on the light, when you get dressed and go about your life, for you carry it within you and it has to do with the way you gaze out on the world and the dampness in your bones and the weight of the days you have to shoulder; she said nothing of when Pradillo—the class heartthrob who, with his suede jacket and his slicked back hair, with his golden Real Madrid key chain and his absurd cocksure swagger like some nightclub bouncer, stood for everything we despised—got trapped inside a restroom cubicle and began screaming, seized by a fit of panic, and a locksmith had to be called out and half the school was there, watching the man go about his work and listening to the screams and when at last the door swung open, there sat Marta, at Pradillo’s side, on the toilet lid, her hands shielding her face. She had no wish to speak to anyone, much less to me. She quit the theater, and her happiness, and the magazine, and me and everything else and was never again bubbly Marta, Marta here, there and everywhere, and was left only with the silence with which she’d emerged from the restroom, threading her way through the muffled laughter and the whispers. From then on, she would never be seen without Pradillo, who looked more like a bodyguard than anything more worthy of envy, without ever relinquishing that silence that had ever since appeared to fester within her and which, as far as I was concerned, had lasted until that day on the train.
When we got back to our seats, her family were all sound asleep; there was still an hour to go and reading was out of the question, with all that brandy in our systems. It was one of those moments when you can almost make out the soundtrack to a movie you’ve suddenly slipped into without realizing it. There we were, the two of us, squinting tipsily, unable to read or do anything other than look at each other, she smiling occasionally, smoothing down her dress, looking at me again. I stood up and suggested we grab one last drink or a cup of strong coffee that might clear our heads a little, whatever took our fancy on the way to the bar. And this time I took her by the hand. But we had no thoughts for any of that as we made our way since, what with the sweet giddiness and the swaying of the train, in one of those gaps between carriages where the doors and the fire extinguishers and the AC control panel are to be found, we stumbled and grabbed hold of each other to keep from falling, coming to rest as if at the start of a dance, just like in some perfume ad; and after an inquisitive glance of the sort that a certain degree of inebriation tends to cut short, I felt her tongue in my mouth like a warm, slow fish telling me to take what was mine, to collect what I had left behind, lost for so long out in the world but which was now back here again. Where it belonged. When no one was looking, we locked ourselves inside one of the restrooms, where I could well and truly dishevel her, loving her against the metal sink, a smell of iron drifting up through the drain. And feeling, after all those years, a form of loving that was rightfully mine and which I had never savored, that mix of tenderness and frenzy, roses and blood, and I lost myself in a sort of eleventh-hour delight, like a child in the night, and not for a single second did I wish to turn away from one iota of the pain that pleasure brought with it, from so far (pain at being powerless to hold on to the moment, for the thousands of days that had passed by like a dreary steamroller, pain at Pradillo, at each bus our fear let pass us by, pain at arriving late where I was no longer expected), and that made me feel, at one and the same time, the wound and the revenge.
As we said our goodbyes on the platform, the real world met us with an icy welcome, surrounded by children and suitcases, winter once more; I wanted to look her in the eyes and, lingering over each syllable, gravely pronounce a “goodbye, Marta” that would lodge itself stubbornly in her memory like one of those snapshots that no album of a life can do without, the one whose pages her mind would flick through at lightning speed should her car ever flip over. She did not seem in the least bit put out when she replied with a laugh that no, she was not Marta, but rather Begoña, Marta’s sister, the one who wore glasses, the one with a tendency to break out in zits, the one who so often stayed behind at home, watching TV with her folks when I went to pick up Marta, the one who never caused anyone to tremble in the slightest, the one who observed, silent in the second row, as others lived their lives. And I understood then that that filthy restroom on a train hurtling towards winter had in turn seen more than one revenge, more than one pain tearing off buttons, sweating, moaning, and leaving lipstick smeared here, there and everywhere.
Described by one literary critic as the “heir to Javier Marias,” Carlos Castán is considered one of Spain’s finest short-story writers. His short story collections include Frio de Vivir and Museo de la Soledad. Bad Light, his debut novel, was published in English by Hispabooks in 2016. He lives in Zaragoza, Spain.
Michael McDevitt has translated work by Elvira Navarro, Agustín Fernández Mallo, Luisge Martín, Felipe Benitez Reyes and Carlos Castán, among others. His translations have been published by Two Lines Press, The White Review, Hispabooks, Asymptote, The Quarterly Conversation, and OpenRoad/Grupo Planeta. He lives in Madrid.